Estado, Sociedad, Independencia y Bicentenario: un puñado de poderosos significantes que aquí se abordan desde una mirada comprometida con la construcción y el desarrollo de una nación libre y soberana, como desafío irrenunciable.

Por Dra. Patricia Domench | Secretaria General UNDAV. Docente- Investigadora, titular de la materia Estado y Sociedad, Departamento de Ciencias Sociales, UNDAV.
Pensar el Bicentenario y la idea misma de independencia desde distintos enfoques es un interesante desafío de este especial de nuestro periódico. El rol del Estado como un actor que, al irse constituyendo, la fue proyectando y consolidando —con discontinuidades— representa un ejercicio aún más complejo, para el que nos permitimos acá algunos apuntes.
En la construcción y el desarrollo de nuestra sociedad, el Estado jugó un papel protagónico. Es un punto de partida con el que me identifico, y que confirman diversos autores y nutrida bibliografía. El Estado fue el actor —una vez lograda la Independencia— que pudo reunir y utilizar recursos de una sociedad poco consolidada y con signos de escaso desarrollo, para organizarla; de allí su protagonismo. Aun cuando estuvo marcado por la inestabilidad política y la puja de intereses entre quienes defendían ideas iluminadas y quienes bregaban por un espíritu más arraigado al origen y a la conformación del interior de nuestro territorio.
Estas diferencias nunca fueron saldadas. De allí que los distintos tipos de Estado (con sus respectivos gobiernos) continuaron alternándose, variando o profundizando sus características. Del Estado oligárquico surgido de la Independencia al Estado de Bienestar, hasta llegar a su forma neoliberal que se instaló por la fuerza y con la sangre derramada de compatriotas: un itinerario de casi doscientos años en el que cambiaron protagonistas políticos, partidos y estrategias, mientras aquella contraposición de ideas e intereses se mantenía y, claro, se reflejaba desde el Estado. Entre sus expresiones más contundentes —según la lógica de administración de los gobiernos que existieron— las políticas públicas que se gestaron e implementaron daban cuenta de la concepción de país que las animaba: unas veces más liberales gobernando en favor de unos pocos; otras veces más populares, dando respuesta a distintos sectores de la población, incluyendo a las mayorías. Las políticas públicas que se diseñan e implementan desde el Estado responden a la agenda de cuestiones existentes, y expresan el modo en que se comprenden y ordenan los problemas. Las pretendidas “soluciones técnicas” no son otra cosa que tomas de posición de decisores políticos que responden a precisas orientaciones político-ideológicas.
En otras palabras, la intervención del Estado —a través de sus políticas— expresa la concepción que lo impulsa: el “Estado es”, en última instancia, “lo que hace”. Al responsabilizarse en atender ciertos problemas sociales, disminuye la participación de otros actores sociales y, a la vez, convierte a esos asuntos originados en la sociedad civil, en cuestiones públicas de interés general. De allí su relevancia en la construcción y el desarrollo de una sociedad de la que, obviamente, forma parte. En más de un modo, es el actor que se ha proyectado desde aquella Independencia, involucrándose en un proceso histórico, político y social que no siempre favoreció la formación de una nación libre y soberana. Desde 1816 a esta parte ese “logro independentista” tuvo no pocos altibajos.
Cuando el Estado fue atravesado por las ideas liberales y neoliberales que lo empequeñecieron y lo alejaron de la sociedad y sus problemas, el país frenó su desarrollo y los beneficiados fueron pocos. Mientras que, cuando prevalecieron y gobernaron ideas populares, inclusivas, que propugnaron la distribución de la riqueza, el país hizo pie en un desarrollo más genuino y empezó a proyectarse hacia un futuro prometedor, en particular para los sectores más vulnerables y pobres de nuestra sociedad.
Así elegimos pensar esa estrecha relación entre Estado e Independencia. Las diferencias contrapuestas de gobiernos, ideas, políticas y, por supuesto, de tipos de Estado que se fueron alternando históricamente, no siempre contribuyeron a hacernos más libres e independientes. Es la deuda que todavía tenemos como sociedad, como Estado y como país con aquella Independencia proclamada en 1816. Si desde el Estado no se sostienen e implementan políticas públicas que logren mayor distribución de la riqueza, defensa y ampliación de derechos para las mayorías, más desarrollo económico y social, fuerte compromiso y participación popular, seguiremos en un país que aún pugnará por alcanzar su verdadero y completo propósito independentista.
Es, modestamente, nuestro empeño cotidiano.