Editorial
Un destino común

Por Ing. Jorge Calzoni | Rector de la Universidad Nacional de Avellaneda

Casi se nos termina un año que, seguramente, será siempre recordado por esta fatídica pandemia del coronavirus. Un año lleno de ausencias, presencias virtuales; pérdidas, solidaridades y mezquindades; compromisos y egoísmos; esfuerzos, tribulaciones y trivialidades.

Una docente enfermera me contaba de su dolor ante las marchas anticuarentena, del esfuerzo enorme de los/as trabajadores/as de la salud y de la triste sensación de lo inservible de su tarea al ver a unos/as (por suerte minoritarios/as) incrédulos/as que no solo niegan una incontrastable realidad global, sino que desmerecen el trabajo ajeno, el compromiso con el/la otro/a. Una verdadera pena, y alimento de la banalidad política o mediática ante semejante desconsuelo de quienes en el lejano marzo eran bien valorados/as.

No es un fenómeno argentino sino de escala mundial. Lo hemos visto en países de geografías, historia y políticas diversas. Existe un comportamiento globalizado de la mezquindad, tal vez hija de la desigualdad o quizás herencia de una avaricia que más que motorizar la economía capitalista, la desviste de toda humanidad y deja desnudos/as —a algunos/as por miseria material y a otros/as por miseria espiritual— orfandades multiplicadas en escala planetaria.

Por ello es preciso insistir tanto en más educación y más cultura; una verdadera pedagogía ciudadana para una vida más digna, donde los desarrollos individuales sean armónicos y compatibles con el desarrollo social, una verdadera cultura del encuentro, como sostiene el Papa Francisco.

Es necesario precisar aún más el concepto. La educación no puede circunscribirse al aula, el pizarrón o la pantalla, el/la docente o un libro. Sin respeto por el/la prójimo/a y por uno mismo, sin convivencia respetuosa entre las personas no hay sociedad posible. Vemos con frecuencia a quienes —aun con formación universitaria— carecen de valores mínimos de tolerancia democrática, juzgan como si fueran jueces, opinan con superficialidad y desprecio por la opinión de los/as otros/as y, lamentablemente, piden valores mientras sus conductas son sistemática expresión de desvalores.

No hay convivencia democrática sin respeto por el/la otro/a, independientemente de las ideologías, representaciones políticas, clases sociales o posiciones económicas. Y no se trata solo de la política, es un fenómeno que abarca a las diferentes profesiones o estratos. Reducirlo a la política es no reconocer que quienes ejercen esa actividad son emergentes de nuestra sociedad, se asemejan a ella, se nutren de sus cualidades y también de sus miserias.

El compromiso se construye, no viene dado, no es un proceso que se genera por algún estatuto o normativa; se puede aprender sin que nadie enseñe o se puede enseñar sin que nadie aprenda. Esa interacción enseñanza-aprendizaje requiere de ambas capacidades, de ambos/as sujetos/as, de ambas voluntades y vocaciones.

Del mismo modo se construye la cultura de nuestro tiempo, a partir de dispositivos que son solo individualidades en función social. Si los dispositivos son solo individuales, estamos en una selva, en el “sálvese quien pueda” o en “la ley del más fuerte”. Y no pocas veces es en nombre de la libertad que se genera esta idea tan primitiva y contracultural. La cultura refiere a organizaciones sociales, representaciones políticas, artísticas como descripciones temporales en una determinada geografía y período histórico. Es decir, las personas construyen la cultura, con sus conocimientos y saberes, con sus diversas representaciones.

Por ello insisto tanto, en editoriales y en conversaciones, sobre la necesidad de una épica de la tolerancia, basada en el respeto y en la utopía de construir una sociedad igualitaria, donde cada uno pueda ser feliz a partir de la libertad de construir un destino común.



Noviembre 2020 | Edición #89