Molière estuvo en Avellaneda

Con una producción excepcional y más de 30 actores y actrices en escena, el Elenco de Teatro Popular de la UNDAV presentó la obra “Cotillón Burgués”, de Mabel Decoud, en el tradicional Teatro Roma.

Fotos: Julieta Missart.

Por Julio Acosta | Secretario del Departamento de Humanidades y Artes

La cita era en el Teatro Roma. Varios minutos antes de comenzar la función, con entrada libre y gratuita, ya la cola serpeaba largamente sobre sí, siempre bajo techo, por una sabia decisión de los organizadores de cuidar del frío a su auditorio. Se presentaba la obra “Cotillón Burgués”, a cargo del elenco de Teatro Popular de la UNDAV. Bajo ese título, Mabel Decoud, la directora, presentaba una recreación propia de tres textos de Molière: “El Burgués Gentilhombre”, “Las Preciosas Ridículas” y “Las Mujeres Sabias”.

Una de las características del teatro es su inminencia, su acrobacia sin red donde todo puede pasar, sin posibilidad de modificar cada paso dado. Y ese baile en el filo de una cornisa, esa ceremonia sagrada (no olvidemos que sus inicios fueron litúrgicos) obrada en el mismo tiempo-espacio del espectador, ese riesgo, en suma, es a la vez uno de sus más grandes desafíos y atractivos. Y, honesto es decirlo, cada vez que se monta la obra de un clásico, la comezón previa es también del público, juez insobornable y al mismo tiempo, apiadado cómplice del atrevido que se larga al ruedo.

La primera emoción fue ver en la espera gente de toda edad; señores con gravedad de entendidos, estudiantes ruidosos, curiosos vecinos... “Yo no sé quién será este Molière”, dijo una joven detrás de mí. El espíritu didáctico se impuso una vez más a la prudencia y me volví hacia ella. “Se llamaba en verdad Jean-Baptiste Poquelin; vivió en el siglo XVII, en Francia. Trabajó en la corte del poderoso Luis XIV, haciendo comedia, y tuvo la gran habilidad de criticar las costumbres de su época, mofándose incluso de aquellos que lo prohijaban y aplaudían”. “Ahhh, gracias”.

Empezada la obra, los miedos fueron desapareciendo, y el placer hizo que, en más de una oportunidad, también se diluyera toda vigilancia crítica. Mabel Decoud tuvo la pericia de alternar fidelidad y adaptación; lenguaje académico y alusiones en jerga popular; despliegue engolado y coros de murga; respeto por lo originalmente escrito y adecuación a lo criticable hoy, aquí y ahora. Y merced a un laborioso pase de magia, Molière estuvo enteramente allí.

La mixtura de los tres textos citados era tan hábil, que aquellos adquirían unidad. Sin dar descanso a la hilaridad de la platea, las intervenciones en tono popular se alternaban con las “académicas”. Desde luego, el desempeño actoral no siempre es parejo, pero todos los integrantes del elenco contribuyeron a dejar una sólida impresión general: lo risible de un burgués que tiene aspiraciones de pertenecer a la nobleza, cae en el ridículo y es pasto fácil del engaño. La relación con nuestras circunstancias no es azarosa ni inocente: es también el “medio pelo” que, por el simple expediente de un voto, obra contra sí mismo y se cree accediendo a una clase social con la que nunca se cruzará por la calle. El viejo Jauretche, desde un rincón del teatro, seguramente habrá aplaudido esta versión.

Un pasaje basta para sintetizar las intenciones y los recursos de Decoud. Los actores bailan un minué con la almidonada coreografía de esta danza, pero al son de “Despacito”, de Luis Fonsi. Nuestros hemisferios cerebrales no pueden asimilar ambos estímulos sensoriales, y la risa atruena del principio al fin de la pieza.

Otra gran virtud, por si faltaran, es que los trajes (varios de ellos muy fieles a los de la época) fueron confeccionados con materiales reciclables. En faldas, corsés y pecheras, la seda y el brocato dieron paso al sachet de leche y la bolsa de celofán, con resultados admirables, por la labor minuciosa y por los significados anexos a esta sustitución: todo presuntuoso ornato es basura, cuidemos el medio ambiente, no hay teatro pobre, hay pobreza de imaginación, etc., etc., etc.

¡Bravo! De vuelta al Centro, creí ver la empelucada silueta de Poquelin sobre el Puente Pueyrredón. Caminaba satisfecho, celebrando él también su vigencia merced al trabajo de tanta gente dedicada y talentosa.

Septiembre 2018 | Edición #68