Editorial
De cara al centenario de la Reforma

Por Ing. Jorge Calzoni | Rector de la Universidad Nacional de Avellaneda

Los centenarios o bicentenarios nos abren la posibilidad de pensar cuestiones de fondo más estratégicamente y no solo coyunturalmente como lo hacemos ante los temas cotidianos, aunque estos también debieran ser leídos desde una matriz estructural.

Néstor Kirchner nos hablaba de verdades relativas, y es un concepto verdaderamente democrático: “Yo no tengo la verdad absoluta, solo una verdad relativa, y podemos debatir sin creernos dueños de la verdad, sólo con la convicción necesaria para defender cada verdad relativa”. Muchas veces carecemos como sociedad de ese respeto democrático por el otro, por “la otredad”, por la libertad de pensar y pensarnos distintos, sin agresiones ni discriminaciones, donde el diálogo no sea un slogan “marketinero” sino un ejercicio honesto y constructivo.

En 1918 la Argentina superaba una etapa conservadora y un gobierno nacional y popular, como fue el de Don Hipólito Yrigoyen, ofrecía un contexto adecuado para transformaciones sociales importantes; y la universidad pública no era ajena a tales propósitos. En dicho contexto se dio la Reforma Universitaria por aquellos muchachos que lograron trascender fronteras y su tiempo.

No tomaré espacio para hablar de la reforma en sí, ya que cien años después seguimos hablando de la misma en todo el mundo, sobre todo en América Latina y el Caribe. Y ello es, tal vez, consecuencia no sólo de los reformistas del ’18, sino del contexto nacional e internacional en que se produjo: Primera Guerra Mundial, la Revolución Bolchevique, tensiones aún firmes entre los nuevos Estados Nación frente a las viejas monarquías, colonias independizadas y muchas todavía sometidas. Es decir, una sociedad que vivía cambios vertiginosos que generaban incertidumbre en la pos revolución industrial y que a partir de configurar un nuevo desarrollo geopolítico desembocó en colapsos financieros y en una nueva guerra mundial, asolando con miseria, hambre y muerte vastas zonas del mundo. No siempre es buena la incertidumbre, es preferible aquella que se conjuga dentro de una sociedad equitativa y equilibrada, en un estado de bienestar como el alcanzado entonces por esa Europa que la mayoría pone de ejemplo, aunque crean que no aplique para nuestro continente.

Entonces, ¿cómo pensar los próximos cien años de la universidad?
El contexto no es el mismo: gobiernos neoliberales en la región, Europa ante la posibilidad de gobiernos de extrema derecha, guerras interminables que enmascaran el enorme negocio de las ventas de armas justificadas políticamente en la defensa de fronteras y por la seguridad. Valdría recordar que el país más seguro de nuestro continente, Costa Rica, no tiene Fuerzas Armadas, lo que invalidaría entonces las enormes inversiones en armamentos.

El negocio financiero que intenta reemplazar la producción de bienes y servicios a través de deudas intangibles, esconde una brutal fuga de capitales desde las periferias a los centros de poder financiero.

Pero, lo peor es que la vida misma es vista como un producto: vale por lo que consume. En ese marco, la educación deja de ser un derecho humano, social y deber indelegable del Estado, y pasa a ser una mercancía, un producto que, lejos de igualar, como lo pensaron hasta los liberales del siglo XIX, genera cada vez más desigualdad en un mundo cada vez más desigual.

Por ello hay que pensar muy bien la educación que viene. Algunos la imaginan sin docentes, ni no docentes e instituciones, en un mercado de compra y venta de “conocimientos envasados”, donde la tecnología sea la única inversión.

Hoy, más que nunca, debemos volver a los principios de la Reforma del ’18, no para volver a los claustros conservadores, sino para abrir claustros, corazones y mentes, con el objetivo de construir una sociedad igualitaria. Ese conocimiento se construye, no viene dado. Al igual que el futuro, que lo construimos entre todos y todas o lo construyen unos pocos en detrimento de la gran mayoría de ciudadanos y ciudadanas.