Editorial
Política, educación, transformación: retos colectivos

Por Ing. Jorge Calzoni | Rector de la Universidad Nacional de Avellaneda

Son tiempos inciertos. El mundo cruje y el azote de la pandemia no se detiene. Los conflictos mundiales se exacerban. A los preexistentes en Oriente Medio se sumó una guerra en Ucrania que —en su inesperada prolongación— no hace más que acentuar la crisis: inflación generalizada; fuertes incrementos en los costos de alimentos y energía; mayor concentración de la riqueza cada vez en menos manos; y mayor pobreza en el resto de la humanidad.

Algunos analistas ven languidecer al capitalismo financiero, mientras que, por otro lado, parece fortalecerse culturalmente alrededor de representaciones que exaltan lo individual sobre lo colectivo, cuestionan el sistema democrático e intentan desplazar el sentido común hacia miradas sectarias y neofascistas disfrazadas de liberales. La diatriba no es desconocida en estas latitudes: desaparición del Estado y sus funciones básicas para acelerar un disparatado regreso al período medieval previo al Estado-Nación, aunque disfrazado de virtud contemporánea.

Por supuesto nuestro país no escapa a esta situación ni tampoco la política, a la que se ve y se piensa como un estorbo para la resolución de los problemas que padece nuestra sociedad, en lugar de valorarla como la más útil herramienta para abordar sus soluciones posibles.

Vivimos, tal como prefiere decir el político, teórico y trigésimo octavo vicepresidente de la República Plurinacional de Bolivia, Álvaro García Linera, una transición entre un sistema agotado y uno nuevo que nadie aún puede vislumbrar claramente cómo será. Se filtra, en esta reflexión del muy estimado García Linera, otra no menos aguda de un filósofo, periodista y teórico marxista italiano, nacido en Ales, Cerdeña: «El viejo mundo se muere. El nuevo tarda en aparecer. Y en ese claroscuro surgen los monstruos».

Incertidumbre, tensiones crecientes, intolerancia, una injustificada violencia cotidiana, especuladores sin patria ni un mínimo de solidaridad vacían de lo más elemental la mesa de nuestros/as compatriotas/as; hipócritas de diversos sectores, elitismos arrogantes, sectarismos desintegradores, miserias humanas y de las otras, viejos problemas estructurales y nuevos problemas fruto de nuestras mezquindades actuales.

En este marco, no tengo dudas que la educación debe ser parte de la salida a esta crisis de valores que padecemos. En particular al sistema universitario. No formamos solo profesionales y técnicos para reproducir las condiciones imperantes, sino ciudadanos/as capaces de transformar esas condiciones en una sociedad más integrada, donde el buen vivir sea un bien social compartido.

La Universidad se hace preguntas e investiga posibles respuestas, trasmite conocimiento y dialoga saberes con su comunidad; pero es la política quien debe dar respuestas. De otro modo solo hablarán (y actuarán) los poderes fácticos, lo que implica cambiar para que nada cambie. Profundizar el desencanto y la desilusión no hace más que alentar el sálvese quien pueda.

El capitalismo se basa en la competencia. En una situación ideal, es aceptable. No puede serlo en el marco de una desigualdad creciente, dolorosa, brutal, que funciona como ruptura de cualquier lazo solidario imaginable entre las personas de una comunidad. Es la ley de la selva y allí vence el más fuerte. Es un retroceso de siglos, un quiebre de lo humano para devolvernos a un tiempo sin derechos, ni vida social o cultural. Algunos lo imaginan como el denominado metaverso y otros sueñan una sociedad sin Estado, ni derechos, una libertad que no tenga límites en la libertad del otro y que permita hacer cualquier cosa sin consecuencias.

Cuando estas reflexiones lleguen a tus manos, se habrá llevado a cabo el Congreso Internacional de Educación Superior de la Unesco en Barcelona. Las propuestas de Iberoamérica, en general, coinciden en repensar el sistema educativo para la formación de quienes deberán transformar esta realidad. Como dice mi buen amigo Telémaco Talavera, no debemos humanizar la pobreza, la educación debe servir para transformarla.

Esperemos que de allí nazcan nuevas iniciativas globales para que la educación superior sea un derecho y no una simple mercancía. Un derecho humano y un deber indelegable del Estado, que contribuya a frenar una desigualdad que nos duele y nos da vergüenza.



Junio 2022 | Edición #104